Ideario — Obras de R. Mella — I

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LECTURAS

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LECTURAS

Dos libros

Llegaron hasta mi retiro forzado, un arisco rincón de Asturias, por la bondad de sus autores, Sánchez Díaz y Ciges Aparicio.

«Odios» rueda hace ya bastante tiempo por los escaparates de las librerías. «Del cautiverio» empieza ahora la peregrinación en busca de lectores. ¡Lectores! Esa es una de las muchísimas cosas que faltan en España, aunque para libros como los dos que cito no será en la proporción lamentable que es uso y costumbre en esta desdichada tierra de toreros y frailes. Ni por lo uno ni por lo otro pretendo descubrir el Mediterráneo.

No voy a hablar de esas dos obras en son de crítica. Cosa fácil para los que poseen cierta dosis de erudición a la violeta y unas buenas tijeras para cortar sayos al prójimo, es empresa morrocotuda para los que ni aun eso tienen, como yo. Declaro además, de antemano, que en literatura estoy completamente pez y renuncio, por tanto, en un arranque de generosidad bien meditada, a la mano de la Dulcinea.

Por tardío que sea mi recuerdo para el libro de Sánchez Díaz, ha dejado tan profunda huella en mi ánimo que ni el tiempo ni la distancia han de aminorar su intensidad.

Sánchez Díaz es un artista de médula, que siente y piensa hondo, que sabe penetrar en las escabrosidades de la vida. Es además un alma bien templada, apta para las vibraciones de la bondad, dispuesta siempre a la justicia.

Lif, el noble Lif, que se inquieta, que aúlla porque en medio de la nocturna tempestad un perrito ladra a la puerta que no se abre, mientras el amo de Lif, pintor y poeta rodeado de flores y de riqueza, exclama: «¡Vamos, Lif, ya te abrirán!…», era, como dice Sánchez Díaz, toda una conciencia, toda una conciencia de que carecen muchos hombres, indignos de que vivan y de hacerlos vivir.

«Entre lobos» es un episodio dramático, fuertemente sentido, hermosamente descrito. Allí vibra todo nuestro tiempo de luchas sociales. La huelga que surge espontánea provocada, más que por la crudeza del invierno, por la bárbara crueldad del administrador de la fábrica, que agarra por el brazo a la débil obrera y la arroja del taller a empujones; el hijo amante que, encolerizado, enarbola sobre la cabeza del jefe el ígneo hierro; las mismas mujeres que le detienen; aquella voz terrible que domina a la multitud gritando: –«¡Dejarle; tiene razón!», levantan en el pueblo oleadas de huracán, enardecen la sangre y suscitan anhelos vehementes de reparación y de justicia. Y después la leyenda infame, el galeoto que se ceba en la mujer y en el hijo y los persigue, los acorrala, los anonada; la reacción de la miseria que muerde en la carne hambrienta de dos seres sin ventura; la obra espantosa de las mismas gentes de bien, sumándose a la canalla enriquecida, de los mismos que viven del horror de su trabajo inmenso y de la injusticia de la miseria; el golpe final de los propios huelguistas que maldicen a la víctima, escarnecen al hijo heroico porque el hambre les hurga en el estómago, es un cuadro de abrumadora realidad que clama a grandes voces odio, destrucción, aniquilamiento. La pobre madre toca a los linderos de la desesperación trágica. «Todos, lados son cochinos…» Pero a la mañana siguiente suena la sirena de la fábrica y allá van los hambrientos a rendirse en bandadas de esclavos; la pobre mujer también, alborozada porque cree alcanzar el término de su martirio. Pero falta el último suplicio, la crucifixión inicua. Ella, ella sola, no puede pasar; no hay trabajo para ella ni para su hijo sin implorar previamente el perdón de don Antonio.

¿Perdón? Fuego que consuma en llamas horrorosas de justicia social la iniquidad triunfante.

Como Lif, como «Entre lobos», descuellan vigorosamente «El héroe» que va de cabeza a la miseria porque no quiere, porque no puede votar; «Rodríguez», el empleado infelice, borracho, loco por la estupidez oficinesca, que mata en la explosión terrible del odio almacenado; «El rencor», página hermosa y valiente en que se narra la esclavitud aplastante del campesino sometido al cura, que ni aun la libertad de condenarse, de ir al infierno, le deja; todo el libro, en fin, se lee y se relee de un tirón porque su autor puso en él vida, alma, fuego, gritos formidables de justicia, de tremenda justicia.

No estoy fuerte en lances de amor. Mi vida se ha deslizado lejos de la irrupción de las pasiones atropellantes y por eso al recordar el libro «Odios» no hice especial mención de las páginas que Sánchez Díaz les dedica. Creo, no obstante, que hay en «En juez», «Los ojos», «Mal agüero» y no digo más para no citar todas las partes del libro, fina penetración psicológica, mucho arte en el sentir y en el decir, y que, sobre todo, campea en estos trabajos, como en los otros, vigorosa realidad interpretada por un alma de artista y una cabeza de pensador.

«Odios» tiene mi pobrísimo humilde aplauso, como lo tiene cuanto me hace sentir, alma el bien y aborrecer el mal. Soy todo pueblo en materia de arte, como en otras muchas cosas. Y hasta creo que sobran casi siempre las quintas esencias del saber y del hacer, enemigas del pensar bien y obrar mejor.

Y vamos ahora al otro libro. «Del cautiverio» nos dice muchas cosas que sabemos, mejor dicho, que adivinamos. ¡Tarea difícil hablar de lo que conoce todo el mundo! Los horrores de la cárcel, del presidio y de otros antros, que circulan por ahí como leyenda, adquieren en este libro el rigor de la verdad dicha sin rodeos, de la verdad espantosa en medio de la cual se ha vivido atormentado, torturado, próximo a la anulación moral y a la muerte física.

El que dude de Montjuich y de la Mano negra, de todos los horrores de nuestra triste historia y de nuestra triste actualidad correccional, de iniquidades de la justicia organizada, de venganzas de la política; el que dude de las abominaciones de la cárcel, de las prevenciones, de nuestra dominación gubernamental en la Isla de Cuba, etc., que lea este libro que chorrea sangre y pus sobre toda la inicua organización social en que vivimos.

«Del cautiverio» es la relación palpitante de dos años largos vividos en medio de horrores y crueldades. No hay novela, no hay leyenda, no hay fantasía; hay realidad y verdad que brota de los escuetos párrafos formidable, aterradora. No abuso del adjetivo. Le faltan a veces al autor palabras adecuadas a las tremendas abominaciones que presenció. Le ocurre que deja al lector adivinación de cosas que se resisten a toda figuración escrita. ¿Y cómo no, si los hechos rebasan toda concebible crudeza de la pluma?

No se crea, por lo dicho, que hay en el libro de Ciges Aparicio eufemismos, medias tintas, nebulosidades cobardes. Por el contrario, hay claridad, precisión. Es una obra rectilínea que presta un gran servicio a la causa de la justicia con la evidencia descarnada del mal. La leyenda anarquista o carcelaria pasa, por virtud de este libro, a ser historia.

«Del cautiverio» tiene un valor indiscutible: el de que su contenido es siempre, invariablemente, relato verdadero y preciso de cosas vistas y pasadas por el propio autor. El valor literario, que lo tiene, sin duda; la autoridad política o filosófica del que dice, importa poco. Hombre y libro rinden culto a la verdad, pues basta.

Quisiera dar al lector una idea, un resumen brevísimo de lo que contiene el libro de Aparicio. Imposible. Imagínense el pozo negro, rebosante de inmundicia, que revienta, que explota como bomba cargada de cieno; consideren todas las bestialidades de la carne, todas las dislocaciones mentales y afectivas; agreguen todavía algo apocalíptico, más allá de lo absurdo imaginable, y no tendrán aún idea aproximada de este libro titular.

No sé si habrá quien pueda leerlo con calma: tan fuerte y tan dolorosa y tan irritante es la sensación del mal que produce su lectura. «Del cautiverio» es, por esto mismo, una obra revolucionaria que debe leerse y que recomiendo a las almas cándidas que viven en el limbo de las bienandanzas políticas, jurídicas y gubernamentales. ¡Ah! Y también lo recomiendo a los egregios genios de la hilaza de aquel que se salvó en el naufragio de la fe de Ciges Aparicio, a aquellos que viven perpetuamente en la puerilidad del distingo académico o en la inocencia engatusante de pasmar al respetable público con sus cabriolas literarias y filosóficas

Conste, si fuera necesario, que no lo es, que no conozco ni al señor Sánchez Díaz ni al señor Ciges Aparicio; que jamás he cruzado con ellos una sola palabra hablada o escrita. Si acaso se me tachara de exagerado en el aplauso, sépase que si aquello hubiera ocurrido, tal vez mi pluma no discurriera ahora sobre los dos libros. La amistad o el simple conocimiento me torna parco, cuando no mudo, para la simple aprobación.

Y dicho esto porque tenía necesidad de decirlo, hago punto final.

  • Natura, núm. 3, Barcelona 1 de Noviembre de 1903.

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