Ideario — Obras de R. Mella — I

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DOCTRINA

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El principio de la recompensa y la ley de las necesidades

La organización social y política del mundo civilizado descansa en una variable noción del Derecho. Los pueblos salvajes se rigen todavía por el invariable derecho de la fuerza. Teóricamente, estas dos aspiraciones, que son toda la filosofía y toda la ciencia en boga, se resuelven en una radical oposición que supone como triunfo definitivo de la Justicia el régimen perpetuo del Derecho.

Los programas políticos y las tesis filosóficas parten del prejuicio universal de que la realización del Derecho es la finalidad tangible del progreso humano. Los tiempos bárbaros corresponden a la fuerza bruta; los tiempos modernos a la evolución indefinida de la idea de Justicia. ¿Estamos seguros de la legitimidad de esta idea? ¿No será el producto bastardo de un concubinato infame?

Se considera al hombre como miembro social cuyas funciones están dadas de antemano por la ley común. El Derecho es el resultado de una legislación y un producto de la combinación numérica. Los metafísicos sutilizan hasta reducirlo a una nebulosa. Toda irreverencia hacia el moderno ídolo, traducción política del indeciso dios de los idealistas, es gravísimo pecado que la sociedad castiga con mano fuerte.

¿Admira la facilidad con que una palabra gobierna el mundo? ¿Qué es el Derecho más que la misma fuerza organizada? Apenas un pueblo abandona el estado salvaje y se constituye en nacionalidad, se apresura a codificar la fuerza, regulando su ejercicio. Antes la fuerza era el elemento de lucha de que todos disponían a su antojo; es, luego, patrimonio conferido a unos pocos, mediante leyes y decretos del Poder, creado y mantenido por la fuerza. Todos los reglamentos y códigos no son más que reconocimientos y sanción de actos de fuerza; la Constitución, su ley suprema. Existen ciertamente diferencias, pero más aparentes que reales: consisten en que cada ley o constitución, código o reglamento reflejan, no el concepto cerrado de la fuerza primitiva, sino aquel otro que cada tiempo elabora para el gobierno del mundo; consisten también en la diferente manera del ejercicio de la fuerza. La suavidad en las formas, el disimulo al exterior, distingue esta época de las precedentes. Cierto que el señor de horca y cuchillo, de vidas y haciendas, no se parece al panzudo burgués de nuestros días que envenena con los productos que fabrica o vende, o mata por avaricia, o sacrifica en el pozo de una mina centenares de existencias con tal de obtener mayores rendimientos. En el fondo, el burgués, como el señor feudal, se amparan en la fuerza. Hoy se llama a ésta Código, Ley, Constitución. El progreso se reduce a la exaltación del barbarismo primitivo a principio de justicia inmutable.

¿Cómo ha escapado a la crítica de la filosofía y de la democracia este hecho evidente?

La tradición sirve de punto de partida al progreso y, naturalmente, si las causas de la injusticia prevalecen, prevalecerá la injusticia también.

Dar a cada uno lo suyo, ¿equivale a instituir una serie de preceptos con arreglo a los cuales pueden morirse de hambre millares de personas?

El error es grave. Se dice que el hombre viene al mundo social con derechos y deberes. Mas, ¿no nace en el mundo físico con necesidades que satisfacer?

Por lo menos, en un principio el ejercicio de la fuerza tenía su excusa en la satisfacción de las necesidades. Hoy se pretende escudarlo en una ficción metafísica, estamos por decir teológica. A fuerza de hablar de derechos y deberes, a fuerza de edificar castillos sobre una preocupación universal, a fuerza de sutilizar sobre la naturaleza de esta preocupación, se ha olvidado al hombre como organismo fisiológico, como animal. El ciudadano no es una individualidad orgánica, que siente necesidades reales y efectivas; es un ente de razón producto de elucubraciones extravagantes. ¡Con qué cómica gravedad se habla de los derechos del ciudadano! ¡Con qué huera palabrería se encarece la libertad individual! Los derechos del ciudadano son siempre ilusorios, palabras bien sonantes que acarician el oído engañando al oyente. La libertad es el cebo con que se caza a los incautos o jaula de pájaro hambriento. En el orden político, el Derecho es la consagración de la esclavitud voluntaria: el ciudadano se somete hasta el punto de elegir sus amos. En lo económico, la libertad es la cábala de la servidumbre: el ciudadano, para vivir, ha de someterse al jornal o sufrir la miseria; ni aun le queda la facultad de valorar su trabajo, puesto que si no acomoda al patrón tendrá que cruzarse de brazos. En el social, resumen y compendio de la vida política y económica, el espíritu de casta, todavía poderoso, y la efectiva existencia de clases, son la más completa confirmación de que la fuerza es el único derecho que subsiste a través de los siglos en un mundo semibárbaro que se precia de civilizado. No hablemos del orden religioso: nacemos y morimos con la envoltura teológica de lo trascendente, sometida la conciencia y la acción a los mandatos y sugestiones de la casta sacerdotal.

Empeñado el idealismo político y filosófico, remedo del religioso, en despojarnos de los atributos de la materia, nos ha convertido y ha convertido las ideas en sutiles abstracciones que sólo viven en las sublimidades inaccesibles de la mente de un puñado de visionarios. A una noción metafísica del Derecho, corresponde la metafísica noción del ciudadano.

Pero el hombre de carne y hueso subsiste, vive poderoso con la excitación constante de necesidades físicas, morales e intelectuales. En vano que demande satisfacción a los forjadores de leyes y códigos. El Derecho, que es toda la filosofía de éstos, permanecerá insensible, sordo, ciego y mudo ante los aldabonazos de la naturaleza. La fisiología de las funciones es una nigromancia para los sabios del clasicismo. El estómago, el corazón, el cerebro, ¿qué les importan?

Ellos no ven, no quieren ver en el hombre un animal que come, siente y piensa. Lo prefieren ciudadano que vota, obedece y trabaja. Por eso su lógica es la lógica de la propiedad individual, del privilegio político y de la sugestión religiosa. Su mejor argumento es el fusil.

El principio de la recompensa, de donde se deriva el Derecho, es el alfa y omega de la ciencia social. En teoría se remunera el trabajo por el gasto de energía que la labor representa. Prácticamente, el trabajo es una mercancía cuyo valor oscila a merced de la oferta y la demanda. Si el gasto de energía no está en relación con las necesidades ni el mercado da un precio suficiente a cubrir aquéllas, ¿qué les importa a los teorizantes? La sociedad, según ellos, no debe hacer más que esto: premiar el mérito, pagar el trabajo, asalariar las actividades disponibles. La obra comienza en la escuela. Se estimula a los niños con el higuí de un premio y por temor al castigo; correlación necesaria se llama esta figura. Así, la cuna del hombre se mece de la ambición al miedo. Después se entrega el individuo al jornal, aumentando éste a medida que la máquina humana produce más y mejor. Así, el trabajo no es para el hombre ejercicio saludable por cuyo medio subviene a la satisfacción de necesidades que no se tienen en cuenta, sino el potro donde se prueban sus fuerzas para concederle o no un certificado de bestia. Para aquellos a quienes se supone excepcionalmente dotados, se reserva el incentivo de la ganancia, del tanto por ciento. Comerciantes e industriales cobran el premio de un latrocinio. Ni aun los artistas y los sabios escapan a esta regla. El aplauso público y el favor oficial agradan porque significan una recompensa positiva inmediata. Sin el acicate de la recompensa no habría, según la tesis, niños aplicados, hombres trabajadores, estudiosos, amantes de la belleza y de la ciencia. Parece que la humanidad tiene sobre la tierra el destino fatal de disputar un premio de un record sin fin.

Puede suceder y sucede que con tales enseñanzas se pervierta o se destruya la naturaleza del niño y se condene al hombre al sacrificio de su organismo y de su personalidad en holocausto de organismos superiores, individuales privilegiadas que se degradan por la avaricia o perecen por el hartazgo. El amor al trabajo, al estudio, al arte, se desvía por la bajeza de los más ruines sentimientos. Nadie piensa en la natural satisfacción de las necesidades propias y generales, sino en la orgía de las riquezas, en la bacanal de todos los placeres fáciles. El sabio y el artista, lo mismo que el obrero y el niño, se pervierten por la corrupción que engendra el estímulo, trasunto de un egoísmo insano que divide a los hombres y los lanza a una guerra sin cuartel donde prevalecen la fuerza y la astucia.

La humanidad se cansa ya de tanta ficción. Comienza a comprender que cuando se le habla del derecho de manifestación, debiera hablársele de la necesidad de manifestarse, que nada ni nadie puede destruir; que cuando se le encarece la libertad de pensamiento y de acción, habría de hablársele de la necesidad imperiosa de pensar y de obrar, que nada ni nadie puede cohibir; que cuando se le canta el derecho al trabajo, el derecho a la vida, con música agradable de sirena, debiera simplemente reconocerse la necesidad de trabajar por la necesidad de vivir. Son funciones fisiológicas respecto de las que la política y la filosofía representan una intrusión. Y no es este un asunto de palabras, sino cuestión honda de la cual las palabras no son más que signos exteriores de divergencia.

El hombre es, ante todo y sobre todo, un animal que come, siente, piensa y habla. Como todo ser organizado tiene necesidades que satisfacer; como animal, necesidades físicas; como hombre necesidades morales e intelectuales. Sin el alimento que mantiene en pie al organismo, las necesidades morales e intelectuales no existirían. La necesidad de alimentarse es, pues, para el hombre, el primer mandato imperativo de la naturaleza. De este mandato se derivan los demás, como una cadena sin fin. El trabajo es una necesidad más que satisfacer. Los fisiólogos, que saben mucho que ignoran los políticos y los filósofos, prueban que el ejercicio es una necesidad del cuerpo, hasta el punto de que, para los que desdeñan mancharse las delicadas manos con el trabajo material, se ha inventado la gimnasia, los juegos al aire libre, las regatas, las carreras y demás especies de deporte elegante.

¿Qué relación puede establecerse entre las necesidades individuales y las energías gastadas en el trabajo? Juan que es más forzudo que Pedro, llevará a éste ventaja en un trabajo de resistencia. Una misma unidad de obra la hará Juan mucho más pronto que Pedro y, en una misma unidad de tiempo, realizará el primero mayor cantidad de trabajo que el segundo, lo cual quiere decir que siempre Juan ganará más que Pedro. Pero Pedro, por lo mismo que es más débil, necesitará seguramente mayor y más nutritivo alimento, porque en la relación de las necesidades y de las energías gastadas habrá para él un gran déficit siempre. Luego puede establecerse como regla general que las necesidades están en razón inversa de las fuerzas.

¿Condenaremos a Pedro a perpetua debilidad y a consunción eterna?

Antonio, más débil que Diego, realizará una obra cualquiera mejor que éste. Pero una mayor habilidad implica la realización más fácil de dicha obra. Entonces, Antonio gastará menos energías, trabajará menos que Diego en una misma unidad de producción. Así Antonio se hallará en el caso de restaurar una menor cantidad de energía gastada. Pero, según la teoría, ganará más que Diego. Luego, cualesquiera que sean las necesidades de uno y otro, se paga más al que menos fuerzas gasta. Luego, también, la retribución del trabajo está en relación inversa de la energía gastada, y como las necesidades guardan idéntica relación con las fuerzas, debemos establecer que se paga mejor al que menos necesidades tiene.

Rosendo, que es más inteligente que Joaquín, aprenderá más pronto que éste cualquier lección o cualquier faena. Luego, Joaquín, para aprender lo mismo que Rosendo, tendrá que hacer un mayor esfuerzo intelectual. En suma: Joaquín gastará más fuerza, más energía; tendrá, por tanto, necesidad de reponer una mayor cantidad de fuerza empleada, a fin de devolver a su organismo el equilibrio. Pero, según las dos leyes anteriormente deducidas, Joaquín dispondrá de menos elementos para satisfacer sus necesidades, para reponer sus fuerzas quebrantadas. Luego, finalmente, se condena a Joaquín a creciente incapacidad fisiológica y a progresiva miseria económica.

Resultado: que el Principio de la recompensa no estimula ni al más fuerte, ni al más débil, ni al más inteligente; pero sí reduce a impotencia absoluta y miseria perpetua al débil, al inhábil y al torpe. Si para los primeros es más fácil obtener un buen premio, es claro que la promesa de éste no les estimula. Si para los segundos es casi imposible conseguir el mismo premio, y de hecho lo obtienen cada vez menor, es evidente que se les empuja a la desesperación y al suicidio. Se paga, se nos dirá, la aptitud, se retribuye el mérito, se recompensa la inteligencia. Y bien: una mayor aptitud, una mayor disposición para el trabajo, significa siempre menor gasto de energía; por tanto, menos necesidades que satisfacer. Organismos más ricos en propiedades vitales aquéllos, se mantienen más fácilmente que éstos. Dar más al que menos necesita, equivale a colocar lo superfluo al lado de la miseria, en constante oposición.

¿Qué papel desempeña en esta tremenda antinomia una noción cualquiera del Derecho?

Toda la filosofía idealista se derrumba ante observaciones tan elementales. Ciencia que olvide que el hombre es un animal con necesidades físicas, morales e intelectuales, vendrá forzosamente a tierra. Juristas y abogados, filósofos y políticos, necesitan unas cuantas lecciones de fisiología.

Cualquiera organización social, para ser duradera y equitativa, ha de descansar en el reconocimiento de las necesidades individuales y ha de tener por objeto su mejor y más fácil satisfacción. Organizar el trabajo es igual a organizar los medios de satisfacer debidamente las necesidades generales. De aquí resulta que la organización de la sociedad se reduce a la del trabajo y la distribución. Los infinitos modos de arribar a este organismo que produce, distribuye y consume, son el objeto de la sociología, nueva ciencia que nace por oposición al empirismo rutinario de la economía política. En vez de historiar los hechos cantando himnos de triunfo al capitalismo y a la explotación, se trata hoy de indagar las leyes naturales que rigen el funcionalismo social, cuál es la tendencia de la evolución económica y cómo se conquistará más rápida y seguramente el bienestar. No se estudia lo que es sino para llegar a lo que debiera ser o, más propiamente, a lo que será. El mundo actual se desmorona bajo los certeros golpes de la crítica. El mundo del porvenir asoma en el horizonte sensible del positivismo científico. Nadie más que los politicastros se ocupa ya de la organización de los poderes y de la reglamentación de la vida social. La investigación va por senderos más despejados. Se inquiere afanosamente la forma de organizar la solidaridad humana, haciéndola efectiva. Necesidades de satisfacer, funciones que desempeñar, relaciones mutuas que convenir, propendiendo abiertamente a la libertad total del individuo y a la igualdad de las condiciones, son los verdaderos términos del problema que preocupa a la generación presente. Y en orden tal de ideas novísimas y de aspiraciones generosas, la jerga político-filosófica de los derechos y deberes, el aquelarre de las leyes civiles, la grave y sesuda jurisprudencia y el arrogante militarismo quedan descartados por inútiles y por rancios.

El sacerdote, el soldado, el magistrado, el capitalista y el gobernante han sido arrinconados al par que la rutina de pretendidas ciencias. La ciencia nueva se ocupa preferentemente del pueblo en general y de sus necesidades y demandas. Ella no dice ni dirá tal vez en mucho tiempo cómo y en qué forma un próximo porvenir realizará la Justicia. La experiencia, por un proceso de selección, irá determinando la forma o formas más equitativas del desenvolvimiento del bello y positivo ideal que implica una amplia satisfacción de las necesidades generales. Nadie intenta ya forjar el mañana con arreglo a moldes de exclusiva invención, porque se ha comprendido que la humanidad no se ha conformado, no se conforma, no se conformará jamás a los caprichos de los inventores de sistemas sociales. Los decretos lanzados a la posteridad son como burbujas de jabón que se disipan en el aire.

A pesar de todo, los hombres superiores continuarán la cantinela de nuestros derechos y deberes, más atentos, de seguro, a éstos que a aquéllos. Poco importa que todo cuanto se deriva del Derecho no haya logrado aumentar en una parte infinitamente pequeña el bienestar de los pueblos; nada dice a los sentidos que no haya hecho más que poner impedimentos a una regular satisfacción de las generales necesidades. Gobernados por la teología primero, por la política después, se nos ha olvidado como hombres para esclavizarnos como bestias. La representación gráfica del Derecho es el látigo empuñado por un capataz de ingenio.

Continúen los hombres superiores su letanía. Rezan en el desierto, predican para sordos, pues que nadie les escucha. De nuestra parte, sacudiendo toda pretendida inferioridad, recabamos obediencia a las leyes físicas que la ley civil desconoce; pretendemos reintegrarnos a la naturaleza anulada por el artificio gubernamental; tratamos de restituirnos a la Justicia por la libertad de acción más completa y la más plena igualdad de condiciones económicas para la vida. Seres dotados de órganos adecuados a funciones físicas, morales e intelectuales, reclamamos la independencia total de nuestra personalidad, condición indispensable a la integración de sus elementos constituyentes. Romperemos todas las ligaduras que no atan y seremos, después de un largo cautiverio como esclavos, hombres en la plenitud de sus facultades.

  • R. Mella, “El principio de la recompensa y la ley de las necesidades,” Ciencia Social 1 no. 2 (November, 1895): 33–39.
  • R. Mella, “El principio de la recompensa y la ley de las necesidades,” La Revista Blanca 4 no. 70 (May 15, 1901): 685–690.
  • R. Mella, “El principio de la recompensa y la ley de las necesidades,” La Revista Blanca La Revista Blanca 3 no. 55 second series (September 1, 1925): 9–13.

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