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Sinceridad
Es un espectáculo triste el de nuestros días. La mentira pública y privada corroe las entrañas de la sociedad. El vicio gana a los hombres y a las mujeres, a los ancianos y a los niños. La vanidad desvanece el cerebro. Hipócritas y fatuos, embusteros y degradados, corremos tras miserables fines de pasajero goce.
Invadidos por el epidemia del escepticismo más repugnante pisoteamos la conciencia, despreciamos la personalidad. Todo es igual si cuidadosos aparentamos cualidades que ni nosotros mismos ni nadie nos reconoce.
Hemos firmado un compromiso con las apariencias rindiéndonos a la maldad. Nuestra educación política, nuestra educación social, nuestra mentalidad, nuestra afectividad, todo, absolutamente todo, descansa en ese compromiso.
No es esto pesimismo de escuela ni pesimismo de tendencia orgánica. Es la expresión de la realidad que se impone por doquier. Contemplamos a un hombre cualquiera, sean las que fueran sus ideas y sus sentimientos, y de pronto salta la mentira, salta el fingimiento, salta la vanidad. Los escépticos declarados se confiesan o se excusan. Quien se excusa se acusa, leí no sé donde. Los que tienen o parecen tener ideas, aspiraciones, velan lo mejor posible su propia insania. Provóquenlos, y les enseñarán más mentiras que verdades, más vanidad que ciencia, más hipocresía. La línea recta es el egoísmo estrecho de las más diversas concupiscencias. No faltan los que cínicamente ostentan la perversidad de la moderna vida social.
Estamos en plena crisis de todo un mundo que amenaza próxima ruina. Desgastados los resortes de la vieja moral, del idealismo trascendente, de la política rancia, todo el mundo se entrega a las más bajas pasiones. La ambición se desborda: ambición mezquina, pobre, deleznable. El egoísmo cristaliza: egoísmo raquítico, anémico. Todas las cualidades nobles de la personalidad bailan una danza macabra y se prosternan en el altar de la concupiscencia. Se ponen las ideas, los sentimientos, al servicio de la pasión. Es menester «arrastrarse para subir, como hacen las orugas, a lo largo de una estaca». «En vano (Dumont) un hombre reflexivo y sensato querrá permanecer inmóvil en su condición, hacer consistir su lujo en su independencia y gozar descanso y reposo: no se le dejará tranquilo. El desinterés, la vida simple y con severidad independiente, son artículos pasados ya de moda y objeto de un desdén general».
Se miente religiosidad, se miente amor al prójimo, se miente abnegación, se miente sinceridad. La cucaña tentadora, la cucaña política, la cucaña de la riqueza, la cucaña del renombre, la cucaña del aplauso: he ahí todo. Hay que trepar aunque sea arrastrándose como los insectos más repugnantes.
Trepen, pues, hombres del día. Trepen los que aspiran a gobernar, los que quieren dirigir, los que sueñan son brillos de efímero deslumbre; trepen los ambiciosos, los glotones de la riqueza, trepen los que se crean elegidos, predestinados a una hegemonía literaria, política, científica o social; trepen todos a porfía, que la masa estulta les ayudará placentera, creyendo o aparentando creer en tus promesas de gloria o de bienestar o de grandeza; en tus mentidos servicios, en tu necia superioridad.
Que mientras trepan no faltarán voces que clamen desde acá abajo por una vida sencilla, honesta, sincera. Una vida sencilla, honesta, sincera, que vendrá al derrumbarse el mundo que agoniza, que surgirá del estrépito de todas las cucañas al venirse al suelo.
La fuerza de los que cifran su orgullo en su independencia, en su sinceridad, en su sencillez, es la fuerza de un mundo que se adelanta a los tiempos, que viene a todo correr para sanear la atmósfera, el ambiente social y purificar la conciencia de los individuos dotándolos del heroísmo de la verdad, del valor de ser ellos mismos, netamente ellos, sin doblez, sin fingimiento, sin hipocresía. Esta fuerza pretende que los ciudadanos no vivan del común engaño, que cada uno se confiese tal cual es, bondadoso o indiferente, egoísta o desinteresado, blanco o rojo, sabio o necio; que cada uno pueda estrechar la mano del otro sabiendo que es la mano del adversario o del amigo, la mano del héroe o la mano del sabio, la mano del necio o la mano del egoísta. Cada hombre vale tanto más cuanto más francamente se muestra tal cual es. Necesitamos tener el valor de nuestra propia personalidad.
Mostrémonos como somos. Si abrigamos una ambición personal, no nos finjamos redentores del prójimo; si corremos tras la riqueza, no aparentemos una piedad que no se siente, una religiosidad que no pasa de los labios. Tengamos el valor de ser nosotros mismos.
Y cuando tengamos este valor habremos vuelto a la vida honesta y sencilla, a la verdad simple y neta. No hay mayor gloria que la tranquilidad de ser probo, leal, franco, abiertamente franco y noblemente desinteresado. Volvamos, sí, a las costumbres modestas, a las costumbres de independencia, de sencillez, de honestidad.
El ambiente de mentiras, de ambiciones, de vanidades, de concupiscencia, corroe las entrañas de la sociedad y corroe nuestras propias entrañas. Estamos en plena peste de embustes, de fatuidades, soberbiamente engreídos de nuestra maldad.
Llamemos a todas las puertas, forcémoslas, si es preciso: que nuestra personalidad se ofrezca a la contemplación pública como entre cristales diáfanos.
Que de todos lados partan voces haciendo un llamamiento vigoroso a la sencillez, a la independencia y a la honestidad. Cifremos en ello nuestro orgullo. Es menester ser sinceros hasta el heroísmo.
Las pestes se vencen a fuerza de higiene. La higiene social tiene un nombre: verdad.
La verdad será el gran reactivo que nos devuelva al dominio de nosotros mismos.
Digamos, impongamos la verdad tercamente, sin arredrarnos por nada, hasta con los puños, si es necesario. Que la verdad sea el cauterio implacable de todas las llagas que nos apestan, asfixiándonos en una atmósfera de muerte.
La verdad nos emancipará.
- Acción Libertaria, núm. 22, Madrid 17 de Octubre de 1913.
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