Ideario — Obras de R. Mella — I

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PEDAGOGÍA

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El verbalismo en la enseñanza

Predomina, por desdicha, en todo lo que pretende ser nuevo la influencia de lo viejo. El patrimonio de nuestros antepasados, que diría Le Dantec, con su enorme pesadumbre, impide el avance rápido de las conquistas y del conocimiento de la ciencia. La experiencia actual tiene por contrapeso poderoso la experiencia atávica.

Son las palabras el vehículo obligado de la transmisión de los conocimientos. Mediante ellas, van las generaciones transmitiéndose sus errores y sus verdades, más los primeros que las segundas. Imitadores los unos de los otros, no acertamos más que a emplear en la lucha las mismas armas de nuestros contradictores. Con palabras pretendemos destruir el imperio de las palabras.

Todo lo que es anterior a la ciencia, se reduce a puro verbalismo. Detrás de la teología, de la metafísica especulativa no hay más que artificios retóricos, frases bellas, figuras poéticas, pero ninguna realidad, ningún conocimiento positivo. Todo el pasado está impregnadísimo de una gran repugnancia por los hechos y por las realidades.

¿Qué hacemos los innovadores en frente de la influencia perniciosa de ese verbalismo atávico?

Poco más o menos lo mismo que nuestros adversarios. Nos pagamos también de palabras. La magia de los hombres sonoros nos seduce. Y a unos conceptos altisonantes, oponemos otros altisonantes conceptos; a unas entidades metafísicas, contestamos con otras abstrusas entidades; a unos artificios, sustituimos otros artificios. La herencia es más poderosa que nuestra razón y que nuestra voluntad.

En el determinismo fisiológico y social hay explicación para el fenómeno; pero en la inconsciencia de la realidad y en la ignorancia del saber humano sería menester que buscáramos la causa eficiente de nuestra impotencia renovadora.

Pretendemos ser científicos, y andamos ayunos de ciencia. Queremos ser prácticos, y divagamos atrozmente. Soñamos con la vida sencilla y natural, y no hacemos sino acumular complicaciones y amontonar viejos o nuevos cachivaches. Es que hemos adquirido las palabras y no las realidades. Es que ha sonado agradablemente en nuestros oídos la palabra saber, pero no hemos podido todavía apoderarnos del ritmo armónico de su contenido. Somos nuevos por el deseo, caducos por el conocimiento.

Y así, tan verbalistas como nuestros contrincantes, giramos constantemente en un círculo vicioso.

En ninguna de nuestras manifestaciones activas como en materia de enseñanza, se muestra más claramente esta triste realidad. En nuestras escuelas se atiborra a los niños de indigestas palabras, palabras que quieren ser algo, que algo encierran en el generoso deseo del que las profiere, pero que en realidad de verdad no llevan al cerebro ni un solo rayo de luz. Enseñamos y aprendemos, como antes, figuras retóricas, conceptos filosóficos, abstrusas metafísicas, artificios lógicos; nada de realidades, nada de verdades experimentales. Poner la experiencia, los hechos, ante las criaturas y dejar que ellas mismas se hagan su conocimiento, su lógica, su ciencia, es cosa que no entra en nuestros cálculos. Es más sencilla y más cómoda la rutina de darles opiniones hechas, de llenarles la cabeza de discursos vehementes; de sugerirles argumentos en correcta formación. Buena voluntad no falta. Lo que falta son medios y conocimientos, educación pedagógica y ecuanimidad doctrinal.

Habríamos de aprender primeramente que en la realidad está toda la experiencia y que en la experiencia está toda la ciencia, para que nos diéramos cuenta de que la enseñanza se reduce a lecciones de cosas y no a lecciones de palabras. Y aprendiéndolo primero, estaríamos luego en camino de adquirir los mejores métodos, para que la realidad misma, no el maestro, fuera grabando en el cerebro y en la conciencia de las criaturas aquellos ejemplos de bondad, de amor, de justicia que hubieran de constituir el futuro hombre de una sociedad de justicia, de amor y de bondad.

Sin quererlo, fabricamos hoy hombres a medida de nuestros prejuicios, de nuestras rutinas, de nuestra insuficiencia científica porque somos verbalistas y estamos nosotros mismos hechos a la medida de otros verbalismos que repudiamos. ¡Cuántos bellos discursos   infructuosos!

¡Cuántos impotentes esfuerzos intelectuales de sugestión de ideas! ¡Cuántas energías malgastadas en vanas divagaciones!

La enseñanza nueva deberá ser algo más sencillo que todo eso. Sin grandes sabidurías, se puede enseñar grandes cosas; diríamos mejor, se puede hacer que los niños aprendan muchas cosas por sí mismos. Sin discursos, sin esfuerzos de lógica que envuelven siempre algo de imposición, se puede obtener óptimos resultados en el desenvolvimiento intelectual de las criaturas. Bastará que la infancia pueda ir desentrañando sucesivamente el mundo que le rodea, los hechos de la naturaleza y los hechos sociales, para que, con pequeño esfuerzo del profesor, ella mismo se forme su ciencia de la vida. Por cada cien palabras de las muchas que se emplean en perjuicio de las criaturas, un solo hecho será suficiente para que cualquier niño se dé buena cuenta de razones que acaso los más elocuentes discursos no lograrían meter en su cerebro. Lecciones de cosas, examen de la realidad, repetición de experiencias, son la única base sólida de la razón. Sin hechos, sin experiencias, sin realidades, la razón fracasa comúnmente.

Nuestros esfuerzos, en materia de enseñanza, deben propender, no a un proselitismo extensivo, sino al cultivo intensivo de las inteligencias. Un puñado de niños hechos a su propia medida y por su propia iniciativa, será una mayor conquista que si ganáramos algunos millares de ellos para determinadas ideas.

Es de tal eficacia el factor libertad, que hasta en las criaturas educadas en al abandono da sus beneficiosos frutos. No hay golfo tonto, ni pilluelo que no sea inteligente.

Y si en la humanidad persiste la esclavitud moral y material, es porque precisamente se ha empleado en la enseñanza el factor imposición. El instrumento de esta imposición ha sido y es el verbalismo; el verbalismo teológico, metafísico o filosófico.

¿Queremos una enseñanza nueva? Pues nada de verbalismo ni de imposición. Experiencia, observación, análisis, completa libertad de juicio, y los hombres del porvenir no tendrán que reprocharnos la continuación de la cadena que queremos romper.

El verbalismo es la peste de la humanidad. En la enseñanza es peor que la peste: es la atrofia, cuando no la muerte, de la inteligencia.

  • El Libertario, núm. 7, Gijón 21 de Septiembre de 1912.

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