Ideario — Obras de R. Mella — I

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MORAL

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MORAL

Pesantez de la inmoralidad

Cogiéndome del brazo, me decía un buen amigo, ni revolucionario ni obrero, más clarividente e ingenioso de suyo:

— Amigo mío: la inmoralidad es una cosa muy pesada; viene siempre de arriba abajo; obedece a la ley de la gravedad. Si entra usted en una oficina pública y observa que cada empleado se tumba a la bartola, si llega usted a saber que cada quisque roba lo que puede, dirija usted la mirada hacia arriba, a la jefatura, que de allí vendrá todo. Cuando el jefe es negligente o dispone del material o de los intereses cuya administración y custodia le está encomendada, los subalternos, viéndose en tal espejo, arramblan también con lo que pueden y hacen lo menos posible. Si el jefe es grosero, los subalternos serán groserísimos; si el jefe es tumbón, tumbones superlativamente serán los empleados. La inmoralidad es como la piedra que cae. La velocidad se acelera uniformemente, y cuanto mayor es el espacio recorrido, más grande es la velocidad final. Hasta el centro de la tierra llegaría, si la costra terrestre no lo impidiera. Así ocurre con los hombres. El último mono, que es el que suele cargar con todas las culpas, recibe el golpetazo de la inmoralidad en su máximo desarrollo.

Me quede mirándole un si es no es asombrado de su clara percepción de un fenómeno social en que diariamente andamos metidos.

Lo que ocurre en la oficina pública, sucede en todas partes. La casa de comercio, el taller, la fábrica, siguen la misma ley de gravitación inmoral que mi amigo señalaba. Hasta donde la influencia deletérea de la rutina política y administrativa parece excluida, la ley se cumple. Agrupaciones sociales, sociedades artísticas o de recreo, empresas periodísticas, etc.…, etc.…, todo está sometido a la pesantez de la inmoralidad. Si arriba se distrae lo ajeno, abajo se olvida todo compromiso. El ejemplo es más poderoso que la preceptiva. Siempre los hechos son más contundentes que las predicaciones, más eficaces que las palabras.

Es muy singular que allí donde mayores sean los alardes de honorabilidad, más grande sea la desmoralización. De arriba vienen los elocuentes discursos repletos de profundas palabras; las sentencias graves fulgurantes de rigorismo ético; los reglamentos y leyes y códigos henchidos de sabias máximas, de imperiosos mandamientos a la conciencia pública. ¿Y hay nada más atrozmente inmoral que todo lo que arriba bulle? Cada respetable personaje, suele ser un bribonzuelo lleno de máculas; cada sesudo moralista, un granuja redomado que no hay por donde cogerlo. Podría decirse que quien más vocea la moral es quien más la encanalla.

No es preciso aducir ejemplos. El lector conoce siempre más casos que los que pueda citar el escritor. La vida ordinaria es un arsenal de concupiscencias. No hablemos de la administración pública. No hablemos de las grandes empresas mercantiles e industriales. No hablemos de nada, que todo es de ruindad insuperable. En cada hijo de vecino no hay, no puede haber más que un tunante más o menos revestido de persona decente.

¿Y cómo no? La vida social está organizada para eso, orientada en esa dirección precisamente. Tiene algo de emboscada, algo de asalto. Caminante que se descuida, cae víctima de cien bandidos que le acechan. El que quiere permanecer honrado, sucumbe en la miseria. Es forzoso seguir la línea de menor resistencia, acomodándose al medio, es decir, degradándose, robando, matando, si es preciso.

¿Exageración? Nada de eso. Las formas suaves, los subterfugios, las zancadillas habituales ocultan apenas la realidad abrumadora del bandidaje legalizado. Llegamos hasta creer muy honorable y muy justo incurrir en las más grandes inmoralidades porque las leyes y las costumbres han sancionado todas las vilezas. Pero en el fondo, si nos detenemos un momento a examinarnos por dentro, estamos podridos de inmoralidad. Somos capaces de arrastrarnos por el lodo, de envilecernos en el pillaje, de manchar nuestras pulcras manos con la sangre del vecino. Todo para llegar, para vencer y después… para morir como cochinos.

Mi amigo, ni revolucionario ni obrero, se exaltaba. Me desprendí de su brazo y le dije:

— Habla usted como un anarquista. Cuidado con la cárcel.

Y me replicó tomando mi brazo otra vez:

— Pues no me importa ir del brazo de un anarquista. El anarquismo es

  • El Libertario, núm. 7, Gijón 21 de Septiembre de 1912.

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