Ideario — Obras de R. Mella — I

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«César o nada», novela de Pío Baroja

Hay un prólogo. En este prólogo el autor discurre acerca del carácter de su héroe. Es un atrevimiento que me place.

Veamos si el héroe responde al prólogo o el prólogo traduce al héroe.

Pío Baroja piensa que «lo individual es la única realidad en la Naturaleza y en la vida». El resto se compone de artificios, de abstracciones, de síntesis útiles, pero no absolutamente exactas. La relatividad de la ética, de la lógica, de la justicia, del bien y del mal queda establecida en firme. No demuestra; afirma. Esto basta a sus fines.

Sin duda, por eso mismo se deja en el tintero que la vida de relación, que es en donde brotan bien y mal, ética, justicia y lógica, es tan realidad como el individuo mismo; tanto, que sin aquélla ni aun cuenta nos daríamos de la existencia de éste.

No paremos mientes en este pequeño lunar y sigamos a Baroja. «Desde un punto de vista humano -dice-, lo perfecto en una sociedad sería que supiera defender los intereses generales y al mismo tiempo comprender lo individual; que diera al individuo las ventajas del trabajo en común y la libertad más absoluta; que multiplicara su labor y le permitiera el aislamiento. Esto sería lo equitativo y lo bueno». Y a renglón seguido establece que la igualitaria democracia actual hace todo lo contrario y que el espíritu de los tiempos es de nivelación en lo vulgar, en lo general, en lo rutinario.

Baroja habla como un anarquista, sabiéndolo o sin saberlo, primero con vistas Nietzsche, Stirner y cuantos se han dedicado a inflar el perro individualista; después… con vistas al sentido común.

Pues ya sabemos lo que será César: una individualidad fuerte con una idealidad revolucionaria. Porque si así no fuera, ¿a qué este prólogo que parece una declaración de principios?

Vayamos, no obstante, con cuidado porque «todo lo individual se presenta siempre mixto, con absurdos de perspectiva y contradicciones pintorescas», y estos diablillos de novelistas son capaces de dársela con queso al más pintado.

Con estos antecedentes, pasemos a la acción. La acción es precisamente la muletilla del César.

César es un muchacho imperativo, absoluto, fuertemente preocupado por el problema de la vida, y bastante enclenque. Lo que él dice o piensa no admite oposición: lo que él hace… no, lo que él no hace es completamente indiscutible. Estudiante aun, se nos ofrece como promesa de una sobresaliente personalidad. Se da planes, traza proyectos, inventa filosofías, sueña éxitos.

No sabemos por qué ni para qué el autor nos lleva de la Ceca a la Meca en un incansable desfile de gentes vulgares y aristocráticas. Viajamos sin tregua y pescamos tal indigestión de Roma, el Vaticano y el turismo que no hay purgante que nos libre del atasco. ¡Si por lo menos se nos diera una impresión de la que son Roma y la recua humana que fluye constantemente a la ciudad de los Césares y de los Papas! Pero ni eso.

Lo que si nos hace muy bien ver Baroja es que su héroe nos engaña villanamente. César se pasa la mitad de la novela, que es como la mitad de su vida, tumbado a la larga en el tren, en el hotel, leyendo y releyendo el «Manual del bolsista», de Proudhon, y entonando infecundos himnos a la acción, siempre inactivo, siempre falto de resolución y de plan y hasta de salud y de fuerza. A las primeras de cambio, el héroe y no es héroe; es un pobre neurasténico que aparece con cara de difunto al otro día de haberse estado refocilando con una linda Condesa y que de puro bárbaro no encuentra mejor elogio de su bella hermana que la justificación del incesto.

Verdad que nuestro hombre dice muy grandes cosas; verdad también que son más las gansadas que de sus labios salen. Aquéllas las piensa Baroja; éstas las piensa su héroe.

Cuyo héroe, después de nadar de fraile en cura y de convento en Iglesia a la caza de cooperadores para sus propósitos financieros olvidado de su gran tío el Cardenal, que podía abrirle todas las puertas, se entrega al azar y acaba enganchándose a pobre diablo, poderoso cacique de un poblado de la provincia de Zamora, que le hace diputado conservador y nos libra,

¡oh, suerte!, de la lata romanesca y vaticanista.

César, el héroe, es a lo sumo un vulgar ambicioso a quien equivocadamente Baroja hace hablar alguna que otra vez como a los hombres de cuerpo entero. César no sueña más que las tinieblas oficiales, con las jugadas de Bolsa, y cuando fracasa con los traficantes del catolicismo, se lanza a la política y bucea, hasta que encuentra la ocasión de estafar en gordo al amparo de una de esas vulgares tretas políticas que enriquecen a unos pocos y a muchísimos empobrecen. César es rico.

Entonces precisamente se propone realizar su gran obra, pero la grandeza no aparece por parte ninguna. Se hace liberal, se mete en tratos y contratos con un raro Centro obrero de su distrito, mezcla imposible de republicanos, socialistas y anarquistas, y naturalmente empieza a restarse elementos y procurarse enemigos. El se vanagloria de haber matado el caciquismo, pero no repara que se ha erigido él mismo en gran cacique. Sus pretensiones son nada menos que el resurgimiento del país por medio de una mínima empresa de industrialismos local, y agita estérilmente a la multitud sin ideas y por poco más de nada.

¿Qué había de suceder? César es derrotado en unas nuevas elecciones; el Centro obrero, la Escuela por César fundada y unas cuantas cosas más se las lleva la trampa en forma de guardias y policías.

Pero de todo ello ya no tiene culpa el héroe. La tiene Baroja que le fuerza a representar un papel que no está ni en los moldes de su prólogo ni en los del propio carácter de César.

Baroja es un buen novelador, un novelista de enjundia, como ahora se dice; pero es tan mal político como pésimo literato, y así, su pintura de Castro-Duro, ¡pero qué lejos está el novelista de una mediana descripción de ese conflicto! Sin duda Baroja no ha vivido estas luchas, estas contiendas de la cosa pública.

Final de todo: que el héroe, casado con una mujer singular y tan bella como su bella y singular hermana, se queda prisionero de estos dos seres, mucho más lógicos que él, que viven más que él, con muchísimas menos filosofías; y termina abandonando la política, transigiendo con el enervamiento artístico, contra el que tanto despotricara, y departiendo amigablemente con su fiero adversario, el padre Martín, prior de un Convento de franciscanos.

Y concluye así la novela:

«”–Y Ud., don César, ¿no piensa volver a la política”. “–No, no; ¿para qué? Yo no soy nada, nada”».

Eso es: nada; pero nada antes y nada después.

Pido, por tanto, a Baroja, autor del prólogo, que me devuelva el importe de la novela; o a Baroja, autor de la novela, que me devuelva los cuartos que me costó el prólogo.

Porque el héroe ni es héroe ni responde al prólogo; y el prólogo no traduce al héroe porque no se puede traducir lo que no existe.

Gran pecado del novelador que nos promete una fuerte individualidad de carne y hueso y nos da un monigote relleno de paja.

  • Acción Libertaria, núm. 11, Gijón 27 de Enero de 1911.

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