Ideario — Obras de R. Mella — I

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TRABAJOS POLÉMICOS

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El peligro anarquista

Don Emilio Sánchez Pastor, en La Vanguardia, de Barcelona, fecha 27 de Febrero, se permite desbarrar un poco acerca del peligro anarquista con motivo del «famoso proceso de la sociedad de bandidos» de que era jefe Bonnot.

Que el señor Pastor desbarrase a su antojo nada nos importaría. Pero se trata de fraguar una triste leyenda sobre el anarquismo, sembrando errores, falsedades y embustes, y para que semejante leyenda no prospere, aun repugnándonos entrar en un terreno que puede hacerse de justificación, del todo innecesaria, tomamos la pluma para precisar, una vez más, nuestra actitud frente a todas las funestas violencias que deshonran y aniquilan a la humanidad.

A la turbamulta que vocifera en un momento de exaltación, puede permitírsele la injuria y el insulto. El perdón cristiano no es una virtud extraordinaria en las almas grandes para estos desvaríos de las almas chicas.

Mas no puede consentirse a personas que se reputan cultas, que acaso se piensan inspiradoras de muchedumbres, la falsedad consciente pasada de contrabando como arma de buena ley. Para estas osadías de la suficiencia literaria y periodística, el látigo sería un artefacto demasiado suave; el desprecio, demasiado olímpico en gentes modestas como nosotros. Nos cargaremos de razón y de paciencia y procuraremos herir en la entraña misma de la maldad dorada que cobija crímenes y ampara inconfesables desmanes. De acusados, nos convertiremos en acusadores.

Y caiga el que caiga.

Sostiene el señor Sánchez Pastos que los autores de robos y asesinatos se llaman, a sí mismos, anarquistas; que el asesinato y el robo se elevan a dogma de una escuela política o social; que el crimen aparece, por primera vez, como obligación de una secta, como parte de una doctrina. «Lo que hayan dicho los delincuentes -agrega- sobre este punto, tiene escasa importancia; pero tiene mucha el que los periódicos anarquistas del país los hayan acogido en su seno, aceptándolos comos distinguidos correligionarios y dando sus procedimientos por buenos y santos dentro de su escuela».

Ignoramos si ha habido algún periódico anarquista que haya dicho y hecho lo que el señor Pastor afirma sin pruebas. De lo que sí estamos seguros es de que los periódicos anarquistas del país, así en seco, no lo han hecho ni lo han dicho. De lo que también estamos ciertos es de que nadie ha pretendido, desde nuestro campo, que el asesinato y el robo sean parte de la doctrina anarquista ni obligación del anarquismo. Esas cosas son infundíos de periodistas adocenados para epatar al simple burgués que suelta la mosca. O latiguillos mauristas que permiten al señor Pastos preparar una estropajosa ensalada de anarquismo, conjuncionismo y hasta monarquismo, «como en el caso del proceso de Ferrer», para ofrecérsela taimado al Conde de Romanone, actual y preeminente guardador del orden social.

No hay derecho a tales extremos. Los ladrones y asesinos no son más que eso: asesinos y ladrones, tanto aquí como en la China. Con todos los respetos debidos para la irresponsabilidad y para la teoría de las causas sociales del delito, de que nosotros mismos somos mantenedores, la violencia, dentro o fuera de la ley, es la violencia, y por tanto, es injusta, inhumana y bárbara. La repudiamos, la repudian todos los anarquistas. Robar a mano armada no es menos malo que robar con astucia. Matar, cualquiera que sea la finalidad, es siempre matar. No hay bandera que pueda cobijar tales iniquidades. Porque, en último caso, explicar ciertos hechos no es precisamente justificarlos.

Es posible que haya asesinos y ladrones que se digan y hasta que sean realmente anarquistas. Pero es absolutamente seguro que hay ladrones y asesinos que se dicen y que son realmente monárquicos fervientes, republicanos entusiastas, católicos a macha martillo, sobre todo.

No hay bandido célebre que no lleve escapularios sobre el pecho. No hay desalmado que no muera contrito, abrazado a la fe del Cristo entre dos ladrones. Casi todos los forajidos son creyentes, respetuosos de las jerarquías, reverenciadores de todo lo alto, humano o divino.

Sin ir tan lejos, entre los millones de hombres de orden, fastuosos hacendados, dueños de pingües latifundios, de barriadas de viviendas, de enormes manufacturas, de ricas minas,

¿cuántos hombres honrados, verdaderamente honrados, podría contar el señor Pastor? A buen seguro que este meticuloso ciudadano se sentará todos los días, donde quiera que vaya, muy tranquilamente entre una docenita de respetables y respetuosos ladrones, de estimables asesinatos que jamás osaron desafiar la ley y las costumbres.

Pues los Bonnot y compañeros de fechorías trágicas, que dicen los rotativos, son harina de este mismo costal, sólo que invertido, y en esto estriba su principal delito. Nicolás Estévanez ha dicho de ellos que «no siendo más que unos personajes dignos de esta sociedad de asesinatos y ladrones, se nos llama injustamente anarquistas».

¿Qué hay quien los ampare, quien los acoge, quien los justifica? Los otros están amparados, justificados, hasta glorificados por la sociedad entera. No hay, por otra parte, horror, infamia, vileza que no pueda imputarse a todos los partidos y que no esté sancionada por la historia. Los horrores anarquistas, aun cargando con todo lo que quieran cargarnos los Sánchez de la ahíta burguesía, son tortas y pan pisado comparados con las gloriosas páginas de la Iglesia, de todas las Iglesias, y del Estado, de todos los Estados. La historia es un interminable cortejo de sangrientas, macabras hecatombes.

Parecerá al señor Sánchez Pastor este lenguaje asaz, duro, brusco, grosero. No entra en los delicados moldes del eufemismo literario, del cretinismo mental de nuestros escritores, de nuestros despreciables periodistas a la violeta, llamar a las cosas por su nombre. ¡Ladrón, don Fulano! ¡Asesino, don Mengano! ¡Qué procacidad!

Es preciso otro ambiente. Estévanez dice las grandes verdades desde París. Desde la misma capital de Francia, el genial Bonafoux pone en justo parangón la banda desarrapada que se juega la vida fuera de la legalidad, con la banda pulcra y digna que se le gana, al amparo de la ley, en combinaciones financieras que arruinan a millares de modestos ciudadanos que tienen el feo vicio de ahorrar. Desde París también, Gómez Carrillo escribe para El Liberal su hermosa crónica «Cuatro condenados a muerte», que es una formidable requisitoria para un jurado que condena por indicios y condena a probados inocentes. «Salvar a un culpable -dice-, en la mayor parte de las cosas, es ser justos». «Nada basta para contestar, cuando un hombre proclama su inocencia: –Es culpable». Estas cosas no las escribe ningún Sánchez.

En fin de cuentas, es mucho más peligroso para la sociedad convertir el robo y el asesinato en una práctica consuetudinaria, que enfundarlos en una filosofía para uso y abuso de los que son bastante desdichados para necesitar justificarse ante sí mismos. Los ladrones y asesinos que no están en presidio ni trabajan en trágico, se pasan bien sin filosofías y sin justificaciones. Y triunfan.

Tan claro y evidente es todo esto, que el mismo señor Pastor lo confiesa inconscientemente. Se trata, según él, de poner un nombre nuevo a cosas viejas, a delitos que han existido desde que hay humanidad organizada (¿qué es eso, señor Pastor?) y que tienen su sanción en todos los códigos. Se quiere sustituir la palabra anarquista por las de ladrón y asesino. Hay confusión entre la doctrina social y el delito común. Siempre, siempre, señor Sánchez Pastor.

Pero, ¿por qué, entonces, se dice al mismo tiempo que a la propaganda por el hecho de algunos anarquistas -casi explicable para el señor Pastor- sucede la que tiene por objeto apoderarse del dinero ajeno por medio del asesinato y que en España se hizo, hace mucho tiempo, un triste ensayo de esta doctrina con la Mano negra de Jerez? ¿Qué leyenda es esa de propagandas que no existen y de ensayos archiprobados que no han existido? ¿En qué charco moja su pluma el señor Pastor?

A la memoria nos trae el desbarrar sin tino de este buen hombre, la pícara casualidad que hace que la policía, en cuanto ocurre algún atentado político, no tropiece más que con estafadores, monederos, falsos, ladronzuelos, etc., anarquistas. Y pasada la razzia, se acaban los delincuentes anarquistas y hasta se esfuman por arte de encantamiento los ladrones, los monederos falsos y los estafadores sin adjetivo político.

No se arrepentirían, señor Sánchez Pastor, los que usted llama fundadores del anarquismo teórico, si pudieran resucitar y ver los discípulos que han sacado, porque el anarquismo tiene tanto que ver con la banda de Bonnot como con las otras bandas cuyos jefes ocupan puestos preeminentes en la sociedad; el anarquismo sabe bien que todas esas y otras violencias que vendrán son el fruto obligado de una organización social de expoliación y de muerte, de bandidaje metodizado.

Si tenemos una condenación resuelta para todas las violencias, ¿por qué la habíamos de tener más dura para los vencidos de la vida, para los acorralados en la desesperación? La vindicta pública es inexorable para los miserables; demasiado clemente para los poderosos. No así nosotros, que no tenemos dos pesos y dos medidas. Y si hay, entre los que sufren, movimientos de simpatía para la delincuencia rebelde de los de abajo, ¿no será como un reflejo de aquellos otros que desde arriba amparan todas las infamias? De todas suertes, ladrones y asesinos, díganse del color que quieran, ladrones y asesinos quedan, porque no se trata de que los bienes de la tierra vayan a estas o a las otras manos, sino de que todos puedan gozarlos. Por eso nos decimos socialistas (anarquismo es socialismo); por eso vamos contra todas las expoliaciones, contra todos los privilegiados, contra todas las injusticias. Anarquismo es libertad y es solidaridad y es justicia. Ni es más ni menos.

¿Qué vamos a hacerle si la realización de este supremo ideal ha de venir fatalmente pasando sobre horrores y violencias provocadas y excitadas por resistencias inhumanas? ¿Qué vamos a hacerle si los términos de la lucha se exacerban hasta el punto de que los instintos bestiales oscurecen la razón y borran el sentimiento de solidaridad humana?

Contra todas las violencias imputables al anarquismo, no pueden alzar la voz con justicia cuantos viven de explotar y tiranizar al pueblo, cuantos le lleven a guerras feroces, cuantos a diario le aleccionan en la barbarie de la matanza y del latrocinio. Ahora mismo las naciones civilizadas están dando sangrientos, salvajes, horribles espectáculos. No hay palabras bastante enérgicas ni para calificarlos ni para condenarlos.

¿De dónde, pues, viene el ejemplo?

Que respondan los voceros asalariados de la burguesía triunfante.

Nuestra respuesta ya está dada: viene de los ladrones y asesinos que no son un peligro porque roban y matan a mansalva y con premio; no viene del anarquismo, que es la condenación terminante de todos los latrocinios y de todas las matanzas.

  • El Libertario, núm. 31, Gijón 15 de Marzo de 1913.

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